Inicio Blogs David Durán Capítulo 34: Las catorce señales y la decisión final

Capítulo 34: Las catorce señales y la decisión final

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– Capítulo uno: Abro los ojos
– Capítulo dos: Jordan sólo decía ‘guau’
– Capítulo tres: Intimidades que no deberían contarse
– Capítulo cuatro: Tiger Woods al rescate
– Capítulo cinco: ¿de verdad seré yo el primero?
– Capítulo seis: El parné, vil y encantador
– Capítulo siete: Como un espectro blanco y difuminado
– Capítulo ocho: Los parias de este circo
– Capítulo nueve: Negro, de arriba abajo
– Capítulo diez: La familia, bien, gracias
– Capítulo once: Lucius y el golf como arte marcial
– Capítulo doce: Sin novedades en el ‘nueve’ titular
– Capítulo trece: Un milagro en tierras de Castilla
– Capítulo catorce: The Golfer who came in from the Virus
– Capítulo quince: Como si fuera el arco de un violín
– Capítulo 16: Qué gallito se pone el líder del US Open
– Capítulo 17: Todos los caminos llevan al tee del 1
 Capítulo 18: Lo que toda Norteamérica (o casi) espera de mí
 Capítulo 19: Rory, criatura, relájate un poco
 Capítulo 20: Un tierno y adorable anciano
 Capítulo 21: Un súper poder en el momento más oportuno
– Capítulo 22: Dos puños que chocan tímidos al salir del green
– Capítulo 23: Las vías abiertas de agua y los dos clavos ardiendo
 Capítulo 24: Un señor pull, pero que muy señoreado…
 Capítulo 25: Una línea bien trazada en el suelo
 Capítulo 26: Adri Arnaus bajaba por la calle del 16…
 Capítulo 27: Rápido, muy rápido, como todo lo bueno
 Capítulo 28: Fumando espero a Pay en el tee del 5
– Capítulo 29: Uno de los dos impostores asoma la patita
– Capítulo 30: Veinticinco minutos redondos, casi perfectos
– Capítulo 31: Pebble, hasta aquí hemos llegado
 Capítulo 32: El Señor del Golf y el señor de los vientos
Capítulo 33: Jack, Tom, Tiger y Chus

*El aspirante es un relato de ficción escrito por David Durán durante el confinamiento decretado por el gobierno de España por la crisis mundial provocada por el coronavirus Covid-19. Se irá publicando por capítulos mientras dure la cuarentena.

De todo lo que vino después, a mi regreso a España, no hay un diario que consultar, un solo apunte mío. Miento. Guardo de entonces mis ‘cuadernos de 18 hoyos’, un legajo de sucias libretas -insisto, todo muy Siglo XX: papel y boli, nada de ordenadores,  ni de dictados a la nube o correctores telemáticos-, que comencé a amontonar desde que tuve catorce años, en las que anotaba el resultado de cada una de las vueltas de prácticas y competición que jugaba, si acaso acompañado de alguna referencia técnica y de otras consideraciones muy puntuales -si había hecho viento, si llovió, si tenía alguna molestia física, si me enfadé mucho; cosas así-. Estos comentarios, por cierto, eran tan crípticos en ocasiones, que no resistieron el paso del tiempo. Vamos, que ni yo mismo los entendía.

Además, en las numerosas ocasiones en las que me manifesté públicamente, que bien pudiera consultar hoy para lustrar y ordenar la memoria, no hice otra cosa que esparcir una retahíla de tópicos, mentir o enterrar la verdad. Los acontecimientos se sucedían vertiginosos y, casi literalmente, diría que me atravesaban sin control, rasgando y dejando heridas a su paso. Han transcurrido diez años y alguna todavía no ha cicatrizado.

No es por tanto sencilla la tarea de recapitulación. De entrada, para romper el hielo, admitamos que mi chasis no estaba preparado para lo que había de venir, casi inmediatamente, según puse pie en el aeropuerto de Madrid. Hoy lo sé -lo supe ya hace mucho tiempo, para ser más riguroso- y sin embargo todavía me cuesta una barbaridad reconocerlo. Más que nada porque yo siempre me había considerado un ganador, un tipo que era capaz de dar lo mejor en el terreno de juego cuando la presión apretaba o, cuando menos, que rara vez se desmoronaba en la hora de la verdad.

Por eso, quizá, soy escéptico cuando se pretende establecer un paralelismo extremo entre el golf -o el deporte- y la vida. A mi el golf me propinó serios revolcones, pero era capaz de aguantarle la mirada, de retomar el reto, de sacudirme el polvo y regresar al día siguiente con el mismo o mayor entusiasmo. La vida, sin embargo, en aquellos tiempos, me pasó por encima sin miramientos. No obstante, entiendo la metáfora, pues pocas actividades existen como este bendito ejercicio capaces de sabotear a diario la estima, los planes y las expectativas, igual que hace la vida.

Una decisión tan severa, la de abandonar la competición, no se fragua del día a la noche, aunque, como se verá, sí soy capaz de destacar alguna fecha muy concreta, muy determinada. El caso es que, después de darle muchas vueltas, no se me ocurre mejor modo de explicar todo que identificando y detallando las señales que me iban llegando en aquellos meses tremebundos y que me empujaron a semejante resolución. Quede algo claro: hoy soy capaz de delimitarlas y describirlas, cada señal con sus particularidades, símbolos o mensajes, y no deja de ser un intento de darle sentido a la narración y de meter al lector en mi cabeza, pero en aquel entonces aquello era un colosal, incandescente y desordenado amasijo de emociones, percepciones, sinsabores, pesadumbres y desazón que se lo llevaba todo a su paso.

 

Señal número uno. Los medios, el olvido y las odiosas comparaciones.

Nada más llegar a España enseguida constaté que los medios ya habían transformado los hechos en datos y números muy concretos, cuya única utilidad era la de ser comparados con otros datos y números muy concretos del pasado.  En apenas tres o cuatro días aquella vuelta ventosa mía de 62 golpes en Pebble Beach, la del sábado, había quedado reducida a un guarismo y al enunciado de un récord -el primer jugador que conseguía este resultado en un major en la era de los nueve palos-. Nada más -de acuerdo: y nada menos-. El caso es que a nadie le interesaban ya los entresijos y momentos sobresalientes de aquella ronda milagrosa. Qué decir de la del domingo. Y cuando digo a nadie, es literal: a nadie. En apenas tres o cuatro días aquello ya era agua pasada. No fueron pocas las entrevistas que realicé y todo lo que interesaba saber es si me consideraba el nuevo Ballesteros, el nuevo García, el nuevo Rahm o el nuevo lo que fuera…

Mi sensación, por entonces, lo recuerdo como si fuera hoy, era que nadie entendía de verdad lo que había pasado. Sí, había ganado el US Open. Sí, lo había hecho de un modo brillante, inusual, excelso. Sí, había sido el primer español en conseguirlo. Sí, era muy joven y tenía toda mi carrera por delante. Sí, era un gran jugador. Pero no, no era un ‘crack’ mundial, o al menos no lo era en aquel momento. No, mi trayectoria no resistía según qué comparaciones -el Tiger español, llegó a decirse y escribirse- y, desde luego, resultaba algo más que aventurado dar por supuesto que aquel alucinante 62 de Pebble se repetiría en otros grandes escenarios y con cierta asiduidad…

El US Open, mi US Open, ya no contaba y sólo valía lo que hubiera de venir. En lugar de recrearse en el éxito flamante, o de hacerlo sólo de refilón, los medios se pegaban por dar una ‘exclusiva’ imposible, que además yo tenía que facilitarles: y a partir de ahora qué, cuánto, cómo y cuándo.

 

Señal número dos. Mi padre y nuestro encuentro en el aeropuerto.

Si existiera un manual que versara acerca de ‘Todo lo que un padre no debe hacer cuando su hijo gana el primer major’, el mío, Don Isidro Urbina, sería el perfecto modelo descrito en sus páginas. Lo suyo fue un puro despropósito.

No habían pasado ni 72 horas de mi victoria cuando él vino a buscarme al aeropuerto en un flamante todo terreno, la última generación de eléctricos con autonomía para 2.500 kilómetros y pilotaje automático -el eslogan de lanzamiento en España era: Madrid-París, ida y vuelta, sin tocar el volante y sin repostar-.

-¿Y ésto? -pregunté.

-Ahora te cuento -respondió.

Y me contó, claro que me contó, largo y tendido mientras el automóvil nos conducía a Brea de Tajo. Aquel coche sólo era la primera caricia que nos dispensaba nuestro nuevo banco, me dijo. Y no sé qué cara se me debió quedar, porque el pobre hombre, mi querido padre, se puso muy nervioso. Ni que decir tiene que, por más que yo ingresara allí buena parte del premio gordo, tal y como él se había comprometido por su cuenta y riesgo, el coche hubo que pagarlo -ay, alma de cántaro-. Un coche carísimo, por cierto, que cinco años después costaba la mitad.

Recuerdo bien lo que pensé, allí mismo, mientras él manejaba eufórico mandos y extras: mira que en Brea abunda la gente sensata, trabajadora, sencilla y honorable, mira que mi padre era sin duda uno de ellos… Y mira, sin embargo, que este hombre se nos ha vuelto el hortera del pueblo.

 

Señal número tres. Mi padre y su futuro.

Sin consultar con nadie más que consigo mismo, mi padre había decidido que él de algún modo tenía que supervisar -manejar, incluso- aquellos tres millones de dólares del premio, además de lo que ya había en la cuenta y, sobre todo, lo que sin duda habría de llegar. En menos de una semana había diseñado su nueva vida, que por supuesto pasaba por dejar el campo, los melones, los espárragos, su trabajo. No es que por entonces se matara con los aperos -nadie sabe cuánto había disfrutado yo facilitándole una vida más cómoda-, pero al menos estaba pendiente del negocio de la tierra, la suya, la de sus padres, sus abuelos y bisabuelos, y echaba una mano casi a diario, cuando no andaba conmigo, su hermano y sus amigos por algún lugar del mundo.

-Tú déjamelo a mí y a Félix -repetía.

Félix era su nuevo amigo y confidente, el joven y arrollador director de una sucursal bancaria, el tipo que según mi padre decía verdades como puños, directo y claro, franco, honesto y práctico -ay, papá-, el mismo que le había puesto el todoterreno delante del porche de nuestra apañada casa. El plan que ambos habían pergeñado era tan básico como brillante: Félix movería el dinero en fondos y demás vericuetos financieros, lo invertiría y multiplicaría, mientras mi padre era puntualmente informado a cada paso -ay, papá- y se dedicaba a viajar y a jugar al golf, no necesariamente por este orden.

A Félix no tardé ni un mes en darle la pertinente patada en el culo, lo que me costó un disgusto terrible con mi padre.

 

Señal número cuatro. Mi madre no era la misma.

Inmediatamente después de los fastos y las celebraciones por mi victoria, mi madre se había convertido en una persona distinta. Día a día, detalle a detalle, matiz a matiz. Andaba todo el día ‘husmeando’ y algo no le olía muy bien. ¿Podría decirse que estaba preocupada? Podría decirse. Incluso, por momentos, ¿podría decirse que estaba triste? Podría decirse.

 

Señal número cinco. Mi padre y una nueva casa.

No tardó demasiado mi padre en plantear la mudanza a una casa mejor, más moderna y dispuesta, en una urbanización lejos de Brea de Tajo. Antes de ganar el US Open yo ya tenía un práctico y coqueto apartamento en Madrid de mi propiedad, pero todavía pasaba mucho tiempo en la vieja casa familiar, en el pueblo, pegado a mi querido campo de golf, así que aquello también me concernía directamente. Como quiera que el negocio agrario iba a liquidarse, qué falta hacía vivir allí, razonaba don Isidro Urbina. A mi madre aquello no le olía muy bien. A mí tampoco, así que enseguida descarté el plan inmobiliario. Nuevo disgusto con mi padre.

 

Señal número seis. Mi hermano Miguel se suma al tumulto.

Mi agente Carlos, todo hay que decirlo, era de los pocos que apenas se inmutaba. Nada había cambiado. Hasta donde fuera posible, todo era o debía seguir siendo lo mismo, repetía. Una balsa de aceite en un lago atestado de pirañas. Un día me llamó. No había pasado ni una semana de mi regreso a España.

-Chus, me ha pegado un toque tu hermano Miguel. Quería hablar conmigo antes de proponerte su incorporación al equipo de trabajo, como asistente mío y para estar encima de ti, dedicado al ciento por ciento. Incluso me ha asegurado que dejaría su trabajo…

-¿Y tú qué les has dicho?

-Que lo que tu decidas me parece bien.

No tardó mucho Miguel en venir a verme. Aquella propuesta me produjo un chispazo de angustia latente, que iba y venía, desde el mismo momento del tentador ofrecimiento. Nada me hubiera gustado más que tenerlo a mi lado, ejerciendo de sagaz representante, pero ¿y si dejaba su trabajo, su vida, y luego las cosas no iban bien? Él insistía en que aquello era responsabilidad suya y sólo suya, pero a mi no me lo parecía. Además, Carlos y yo nos apañábamos bien y a mi la idea de arroparme con un séquito nunca me había atraído.

-De momento, Miguel, hazme un favor, no dejes tu trabajo y ya iremos viendo -terminé por decirle un día. No se enfadó conmigo, pero algo se apagó en sus ojos.

 

Señal número siete.  Un nuevo contrato, una nueva marca.

En 2032, como bien sabrá cualquier avezado lector, los grandes fijos anuales que las marcas de palos habían llegado a pagar a los mejores jugadores ya no eran tan escandalosos. Incluso monstruos sagrados como Jon Rahm cobraban entonces unos fijos más bien parcos -insisto: parcos en comparación con las burradas que habían llegado a desembolsarse-, aunque luego pudieran hacerse millonarios gracias a los bonus. Por eso, el hecho de que una marca me ofreciera medio millón de dólares al año inmediatamente después de ganar el US Open, casi me ponía a la altura de los ‘cracks’. Firmé sin apenas pensarlo y sólo después de hacerlo revisé aquel contrato de más de trescientas páginas, en el que se especificaba cada bonus extra -cómo, cuándo, cómo y por qué-, cada penalidad, cada exigencia y atadura. Y debo ser honesto: no había engaño alguno ni estafa, era como a grandes rasgos la marca me había dicho que era. Sin embargo, una vez examinado con detenimiento, no era difícil darse cuenta de hasta qué punto habías entregado un extenso dominio de tu libertad. Casi no era dueño ni de mi calendario.

 

Señal número ocho. Primeras vueltas de prácticas.

Mientras ponía o no ponía orden en la nueva condición y estado adquiridos con el pelotazo de Pebble, mi equipo de trabajo crecía día a día. Hasta aquel momento estaba formado por Carlos, agente, Guille y Pello, caddie y coach, además de un abogado de confianza y de mi hermano, que de una u otra manera intervenía aquí y allá. Enseguida hablaron ellos -yo era quien menos decía nada- de la necesidad apremiante de ampliarlo. Ya os podéis imaginar: un preparador físico personal, un nutricionista, una persona encargada de la comunicación… Carlos, como ya he apuntado, era el más escéptico y a mi todo aquello no terminaba de hacerme mucha gracia, pero en fin, me dejaba llevar. Chaval, ahora estamos en otro nivel, me decían, y hay que ponerse a la altura. Y a mi me brotaban sarpullidos cada vez que escuchaba ese tipo de comentarios.

Además, decidimos que mi siguiente torneo sería el British Open, cambiando sobre la marcha los planes previstos, que desde luego incluían algunos torneos previos. Pero, según convenimos -Pello llevaba la voz cantante en este asunto-, había que ‘aterrizar’, reflexionar, apuntalar y, una vez puestos en marcha los nuevos engranajes de trabajo, volver a competir.

Debo añadir, y es importante, que después de una semana larga sin tocar los palos, lo primero que hice relacionado con la práctica del golf fue jugar 18 hoyos en Brea de Tajo. Me fui solo, sin avisar a nadie del equipo, tomándomelo casi como un acto ritual. Así quería yo que fuera. Salí a las siete de la mañana, con el campo todavía cerrado al público, pero con el permiso de la dirección, que me había guardado el pequeño secreto y lo había dispuesto todo con mimo; no iban a negarle el capricho al gran campeón. Ocurrió un 30 de junio, miércoles -mis viejas libretas lo atestiguan-, diez días después de ganar en Pebble Beach. Iba con una bolsa ligera a cuestas e hice eagle en el hoyo 1, enchufándola desde la calle, a unos 110 metros de distancia -esto no está apuntado, simplemente me acuerdo-.  Luego, tres horas más tarde, salía disparado de allí con el rabo entre las piernas después de hacerme un 78 terrible y me crucé en el parking del club con Guille, que venía a jugar una partida  con otros amigos. Digamos que le sorprendió verme y que no le hizo mucha gracia que no le hubiera avisado. Y digamos también que, con el calentón que llevaba, yo no anduve precisamente condescendiente o dialogante.

En la libreta, además del resultado, está escrito un escueto comentario: “Vaya empanada que llevaba hoy. Imposible centrarse”.

Decidí dejar pasar un tiempo antes de salir de nuevo a jugar. Trabajé unos días en la calle de prácticas con Pello y Guille. También con Miguel. Y no hubo nada en aquellas sesiones que nos alarmara, aunque las sensaciones tampoco fueran excelentes. Así marchaban las cosas hasta que el 6 de julio, martes, día en el que coincidimos los cuatro, decidimos salir al campo de nuevo. Ellos ya lo habían planeado de este modo, aunque la propuesta más bien pareció casual, espontánea. A Miguel le había prometido una ronda a cara de perro con el campeón del US Open, así que aprovechamos la ocasión y él también jugó. Pello y Guille, no. Y casi no hizo falta echar mano del hándicap para decidir al ganador, puesto que anduvo cerca de tumbarme también por la vía scratch. Yo hice 77 golpes, está también apuntado, y él no debió irse mucho más allá de los 80. Un horror. La carita de todos, una vez finalizada la ronda, era de funeral, incluso la de mi hermano, que con extrema prudencia prefirió no hacer mucha sangre.

El apunte en la libreta, junto al resultado: “Mucho calor. Nada de viento. Ni un tiro sano y quedan dos semanas para el British”.

El British Open, en efecto, comenzaba a asomarse a la vuelta de la esquina y yo, incrédulo y cada vez más impaciente, salí de nuevo a jugar al día siguiente, miércoles 7 de julio, esta vez solo acompañado de Guille. El desastre fue otra vez absoluto. Muy preocupante. ¿Qué estaba ocurriendo? Pateé en el 18, por desgracia lo recuerdo muy bien, para no hacer 80… Y fallé aquel putt de metro y medio. Por el camino, había bramado, maldecido y me había enfadado con Guille y él conmigo.

Creo que fue la propia tensión que sentía aquellos días la que provocó, o al menos indujo, la dolorosa lesión que sufrí, un aparatoso desgarro intercostal que me impediría viajar a Escocia para disputar el Open. Después de fallar clamorosamente un drive en la calle de prácticas, en un rapto de ira, hice un swing al aire muy violento, con malos apoyos, y sentí una punzada muy aguda en el costado derecho. Una verdadera estupidez. Ni que decir tiene que esto no puede ni debe pasarle a un hombre de 23 años, los que tenía entonces, profesional y muy bien preparado, pero mi cuerpo era en aquel tiempo un nudo gigante de fibras rígidas.

Mucho más dolorosas que la lesión fueron las informaciones que aparecieron en la prensa española e internacional, una vez confirmada mi baja, en las que se especulaba demasiado con aquellas escabrosas vueltas de prácticas y el vértigo que me produjeron -alguien del club filtró la información; estas cosas se acaban sabiendo en el mundillo- y no se informaba tanto y con objetividad del daño muscular que de verdad sufría y que, lo juro, fue la verdadera y única causa de mi ausencia en el torneo.

Me lesioné una semana antes del comienzo del Open y en los días previos me había dado tiempo a jugar tres rondas más, aparte de las ya citadas. En una hice 75, en otra 76 y en la tercera 75 de nuevo. No era capaz de bajar aquel listón de los setenta y muchos. Cada vez que me ponía sobre la bola en el campo -no así en la calle de prácticas- tenía la sospecha de que, ni en el mejor de los casos, ni armando un swing equilibrado y sólido, el golpe sería lo suficientemente bueno. Y así sucedía.

En la madrugada del jueves 15 de julio de 2032, serían las cuatro o las cinco, en el baño de mi apartamento madrileño, borracho y desesperado reí y lloré evocando aquel 62 de Pebble. Reía de pura histeria, beodo perdido, y lloraba con profunda amargura mientras trataba de precisar cómo era posible que hubiera realizado aquel prodigio, aquel milagro, en un Grande y con rachas de viento de cuarenta y cincuenta kilómetros por hora, y hoy no fuera capaz de bajar de 75 en mi campo, que no guardaba ningún secreto para mí.

¿Y cómo puedo hoy, diez años después, rememorar con tal precisión la fecha de aquel desbarajuste etílico y emocional? Es muy sencillo: cuando desperté, luego de acunar y dormir a la mona, Tiger Woods, a sus 56, era el líder provisional y destacado del Open después de firmar un 62 en la primera jornada y tras exprimir una mañana soleada y apacible en Carnoustie, igualando mi récord, el mejor registro en un major con nueve palos en la bolsa. Después, es cierto, no le valdría para ganar, porque el viento y el agua, constantes e inmisericordes durante las tres jornadas siguientes, despedazaron al gran campeón de Cypress. Pero ahí quedaba su muesca, una más.

 

Señal número nueve. Agosto de insomnio y tétricas reflexiones.

Cualquiera que haya sufrido un desgarro intercostal sabe que hay pocas lesiones tan puñeteras -y traicioneras- para un golfista. Incluso cuando todas las pruebas médicas indican que estás curado, permanece durante mucho tiempo el rastro de una tara psicológica que te impide liberar el swing. Pasé todo el mes de agosto sin poder pegar bolas y sin apenas ejercitarme de alguna otra manera. Tampoco tenía muchas ganas, es cierto. Aquel mes lo recuerdo con pavor y, visto con perspectiva, me atrevería a decir que fue entonces cuando maduró en mi interior la idea de escapar, aunque todavía no supiera de qué y a dónde. Pero las reflexiones tétricas en aquellas largas noches de insomnio iban todas por la misma senda: de repente, y sólo por el hecho de haber hecho muy bien mi trabajo y de haber tenido un quintal de buena suerte, me veía en la obligación de sostener los sueños de tantas personas y de rendir cuentas ante ellas.

Me aliviaba, en todo caso, una certeza que se alzaba incuestionable, incluso en aquellos tiempos revueltos: el golf era mi vida y no era de él de quien tenía que huir. Lo sabía porque mis problemas no me apartaron del links de Brea. Algunas mañanas las pasaba allí sentado o dando algunos garbeos, apostándome cerca de la calle de prácticas, o bien en el tee del 1, o en el green del 18, viendo salir o acabar las partidas, para sorpresa y excitación de muchos aficionados, sobre todo de los más jóvenes.

 

Señal número diez. Algunas propuestas de negocio.

La notoriedad y el carácter público de un ingreso suculento, como pueda ser el cheque de tres kilos que recibía entonces el ganador del US Open, ejercen un poder de atracción irresistible en buscavidas, gentuza variada, lunáticos, algunos tipos fiables y también emprendedores de buena voluntad. Muchos hicieron cola delante de mi puerta y algunos me asaltaban de la manera más sorprendente y en los lugares más insospechados -un tipo, por ejemplo, se me presentó en los servicios de un restaurante-. Atendí a todos, cuando no pude escaparme, y todas las propuestas, desde aquellas que apestaban a pura estafa a otras muy interesantes, me provocaban parecido cansancio, la misma sensación de que aquello nada tenía que ver conmigo. Además, la mayoría de proyectos que me plantaban sobre la mesa, daban por hecho que mis ingresos no variarían durante lustros y ya desglosaban futuras ampliaciones de inversión. Estos asuntos, me decía gente de confianza, te los tendrá que llevar alguien, porque el dinero no puede pudrirse en una cuenta, hay que moverlo.

Nunca, ni ayer ni hoy, he considerado que el dinero se pudra en una cuenta si no lo mueves como algunos genios dictan que debe moverse.

 

Señal número once. Guille no sabe bien a qué atenerse.

Una vez se confirmó que la lesión iba a obligarme a estar parado muchas semanas, Guille me pidió permiso para buscarse una bolsa mientras yo me recuperaba de todos mis problemas.

-No tengo urgencias, este año voy bien servido. Pero no veas lo que aprieta la parienta -me explicaba. Y era verdad, vaya si apretaba Dalila.

No tuve ningún problema en darle vía libre. Incluso, de entrada, aquella iniciativa suya me quitaba un peso de encima. Después, más adelante, reconozco que lo interpreté más como una pequeña traición. No me enorgullezco de ello, puesto que era más que razonable que él se buscara las habichuelas por otro lado. Su reputación era entonces enorme y hubiera sido estúpido no sacarle provecho.

También, según se mire, tenía yo mi parte de razón. Durante los meses de octubre y noviembre amagué una y otra vez con regresar al circo y él anduvo remolón para situarse de nuevo a mi lado. ¿Cuál era el problema? A él no le iba muy mal con su nuevo jugador -un incipiente valor del golf mexicano- y por el contrario mis entrenamientos cada vez eran más pobres y mis vueltas de práctica seguían moviéndose en torno a los setenta y tantos. Cuesta creerlo, pero así sucedía: seguía siendo incapaz de jugar por debajo del par. No era yo mismo y cada ronda de entrenamiento, la enfocáramos como la enfocáramos Pello, Miguel y yo, se convertía en un insoportable examen a vida o muerte. No se puede jugar bien al golf con la cabeza tan contaminada, sentenciaba Pello. Y tenía razón.

 

Señal número doce. Una aflicción que fue dejando de serlo con sorprendente celeridad.

En septiembre fui retomando muy poco a poco la actividad, pero no estaba todavía para competir y perdí también aquel mes. Nada que no tuviéramos más o menos previsto en el equipo de trabajo. Al principio, sobre todo en agosto, pero también en septiembre, cada torneo que me perdía era poco menos que una daga clavada en el bazo. Me sentaba a ver las retransmisiones -ya he anotado que el golf nunca dejó de apasionarme, ni en los momentos más sombríos- y el hecho de no estar allí me provocaba una profunda aflicción. Sin embargo, aquel sentimiento tan intenso se fue atemperando con inesperada celeridad. Antes de final de año ya era casi capaz de disfrutar del juego como lo hacía antes de convertirme en un protagonista más del circuito mundial y seguía a mis ídolos por televisión.

 

Señal número trece. Una conversación decisiva con mi madre.

Un día de principios de noviembre tuve una larga conversación con mi madre, decisiva al fin y al cabo. Me había pasado el mes de octubre dando largas a mi equipo y a mi mismo. Todavía no me siento preparado, les decía. No encuentro el juego, insistía. No soy capaz de hacer resultados ni medio decentes… Aquello no hacía falta decirlo ni argumentarlo, era un dato empírico. Pello se puso serio un día, seguramente con toda la razón: debes apuntarte a un torneo, salir de aquí, respirar, sentir el gusanillo de la competición y, si toca, pegarte el batacazo, ¿qué importa? A mí, sin embargo, se me hacía un mundo, entre otras cosas porque aquella inevitable sensación de estarle fallando a tanta gente -cada uno es como es- me tenía bloqueado. Trataba de entender qué había cambiado tantísimo para que la mente y el cuerpo no consiguieran ponerse en armonía en el campo de golf y, en ocasiones muy contadas, las pocas en las que mantuve la cabeza fría, hasta llegué a buscar la resolución de aquel jeroglífico con más curiosidad que preocupación.

Mi madre llevaba un tiempo haciéndose la encontradiza, hasta que me encontró. Una noche de viernes, o quizá fuera jueves, después de la trigésima discusión con mi padre -tú no sabes lo que es de verdad eslomarse por hacerse un sitio en la vida, me reñía-, nos pusimos guapos ella y yo y nos fuimos a cenar al centro de Madrid. A los postres, aquello era ya un monólogo. Yo lo vomitaba todo y mi madre asentía, salvo cuando ponía de vuelta y media a su señor marido. Entonces, levantaba una mano en señal de stop. Por ahí no.

Luego llegó su turno. Mi madre no domina el arte de la oratoria ni tratará nunca de llevarte a su terreno en zig zag, una de cal y una de arena, ni entiende de puños de hierro en guantes de seda. Le sobran los guantes. Y su mensaje fue tan rotundo como inesperado.

Me dijo que me conocía mejor que nadie en la tierra y que siempre había visto en mi, desde muy pequeño, a alguien con un instinto muy desarrollado, animal, profundo y sobrecogedor, que marchaba por delante de los acontecimientos. Me dijo, no lo olvides, nadie como la gente de campo sabemos cómo trabaja el instinto en los animales para la supervivencia. Me dijo que ella tuvo también que aprender a sobrellevar aquellas intuiciones mías, a descifrarlas, entenderlas y, finalmente, darles siempre la razón, pues razón siempre tenían. Me dijo que apenas unos días después de mi victorioso regreso a España ya supo lo que iba a ocurrir según observó mi comportamiento. Y me dijo que aquel instinto ahora me estaba diciendo a gritos que lo dejara todo.

-¿Me dices que lo deje todo?

-Déjalo todo, hasta que tu instinto te diga lo contrario. Aquí paz y después gloria.

-Si así lo hiciera se diría y se pensaría que soy un cobarde, que me he acomodado, se diría que me puede la presión… No sé cuántas cosas se dirían y no sé si podría soportarlo –sollocé.

-Chus, hijo, hazme caso. Te conozco. Dirán lo que quieran decir y a ti, primero, te importará muy poco. Y luego nada. En menos que canta un gallo, nada.  ¿Una decisión cobarde? A mi lo que me parece es muy valiente…

Le di diez mil vueltas al asunto, pero debo reconocer que al salir del restaurante iba ya con los hombros más ligeros. Y el domingo 7 de noviembre, según anoté en mi libreta, con aquel nuevo enfoque vital, asumiendo ya que había tocado techo y que aquel circo no estaba hecho para mí, que quería vivir otra vida, salí a jugar 18 hoyos en Brea en la primera partida de la mañana y me hice un 66 con la punta de la nariz.

 

Señal número catorce. Una oferta que fue la puntilla.

A nadie le expuse el plan, entre otras cosas porque ni siquiera yo lo tenía claro. Pero sabía cuáles eran los primeros pasos. Con la ayuda de mi abogado, por ejemplo, en menos de dos días resolvimos y cancelamos el contrato millonario con mi nuevo espónsor. Lo hicimos limpiamente, sin penalidad, sólo hubo que restituir el adelanto que había recibido. Y todavía anduve jugando al ratón y al gato con Pello, con el World Tour, con mi padre, con mi hermano Miguel y con cualquiera que se cruzara en mi camino, hasta bien entrado el mes de diciembre. Incluso, después de aquel 66, yo mismo traté de engañarme, de decirme que podría adaptarme, que al menos había que hacer el intento, reaparecer, volver a competir. Nada. En cuanto cargué de nuevo la mochila mi rendimiento volvió a resentirse seriamente, hasta el punto de lesionarme de nuevo -increíble: una rotura muscular en los abductores-. Aquello era como una reacción alérgica, vaya.

No establecí fechas, más bien huía hacia adelante. Tampoco sabía cómo iba a comunicar aquello de un modo oficial, aunque a mi círculo más cercano le daba pistas.

Y al fin, el 25 de diciembre de 2032, seis meses y cinco días después de ganar el US Open, se cerró el círculo. Fue en aquella fecha concreta cuando el máximo accionista de la sociedad propietaria del campo de Brea de Tajo, Agustín Varela, buen amigo de mi familia, me puso sobre la mesa la oferta que muchos de los lectores -¿todos?- de este libro bien conocen, pues da nombre a este testimonio, El Aspirante, y se ha escrito y hablado mucho de ella en estos diez años que han pasado desde entonces. No fue un boceto lo que me expuso, ni tampoco una somera declaración de intenciones. Lo tenía todo medido y establecido hasta el último detalle, con una visión comercial deslumbrante. Tal y como me lo contó entonces, así se hizo y así es hoy todavía. Y tal y como él predijo, el éxito del proyecto fue y es indiscutible.

-Quiero que vengan a este campo desde cualquier esquina del mundo a retarte, a medirse con todo un campeón del US Open que decidió dejar la competición con 23 años y se mantiene en un espléndido estado de forma. Quiero que sean partidos cara a cara, de uno en uno, extremadamente caros, en los que cada golpe cuente. Nada de putts dados ni de levantar la bola. Quiero devolverle su dinero a todo aquel que te gane y que se comprometa a concederte una revancha en un plazo máximo de dos años. Quiero que los Aspirantes -así se comercializó la idea: conviértete en un Aspirante a destronar a un Rey del golf- vivan una experiencia única desde que pisen el aeropuerto de Madrid, si es que vienen de lejos. Quiero que te partas la cara por tumbarlos a todos, Chus, porque en tu competitividad reside el éxito del negocio y de la experiencia. Quiero…

Antes de que acabara ya le había tendido la mano. Todo cuadraba y el 1 de marzo de 2033 se disputaba el primer reto. Todo cuadraba. No había marcha atrás. Desde entonces, ha habido años que he jugado más de doscientos partidos y la lista de espera es interminable. Tan solo dejo de jugar cuando el acondicionamiento del campo lo exige, tramos de la temporada preestablecidos en los que suelo cogerme vacaciones. Y en todo este tiempo -ya digo, casi diez años- tan solo he perdido cuatro partidos y gané las cuatro pertinentes y obligatorias revanchas.

¿Me arrepiento algunas veces de no haberme dado la oportunidad en el olimpo de los dioses del golf? Sí, lo reconozco abierta y rotundamente. ¿Estoy seguro de que hubiera fracasado de haberlo intentado? Mi instinto me sigue diciendo que sí.

Soy, sigo siendo, todo un campeón del US Open que no te dejará respirar si vienes a verme y que rara vez, en condiciones normales, se va más allá de los 68 golpes. Y cuando sopla el recio viento castellano…

Si sopla el viento, despídete, mi querido Aspirante.